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D  Í  A    D  E    L  O  S    D  E  R E C  H  O  S   H  U  M  A N O S   2 0 0 6

Fighting Poverty: A Matter of Obligation, Not Charity, 10 de diciembre
 

El Secretario General

Discurso pronunciado en ocasión del Día Internacional de los Derechos Humanos

Nueva York, 8 de diciembre de 2006

Queridos amigos:

Muchas gracias a todos por estar aquí. No puedo pedir, en este último Día Internacional de los Derechos Humanos durante mi mandato, mejor compañía que este grupo de valientes defensores de los derechos humanos de todo el mundo.

No necesito decirles, a ustedes en particular, que las Naciones Unidas tienen un interés y una responsabilidad muy especiales en la promoción del respeto de los derechos humanos en todo el mundo. Lamentablemente, tampoco necesito decirles que no han estado muchas veces a la altura de esa responsabilidad. Hace diez años, muchos de ustedes estaban a punto de perder por completo toda esperanza de que una organización integrada por gobiernos, muchos de ellos mismos responsables de graves violaciones de los derechos humanos, pueda llegar alguna vez a actuar como defensora eficaz de los derechos humanos.

Una de mis prioridades como Secretario General ha sido tratar de reavivar esa esperanza haciendo de los derechos humanos un elemento central de toda la labor de las Naciones Unidas. Sin embargo, no sé cuánto éxito he tenido ni cuánto más cerca estamos de ajustar la realidad de las Naciones Unidas a mi visión de los derechos humanos como su “tercer pilar”, a la par del desarrollo y de la paz y la seguridad.

El desarrollo, la seguridad y los derechos humanos están unidos; no es posible lograr un verdadero adelanto en ninguno de esos tres aspectos sin los otros dos. La verdad es que quienes defienden vigorosamente los derechos humanos pero no hacen nada con respecto a la seguridad y el desarrollo —y esto incluye la necesidad desesperada de luchar contra la pobreza extrema— menoscaban su credibilidad y perjudican su causa. La pobreza, en particular, sigue siendo a la vez fuente y consecuencia de las violaciones de los derechos humanos. Si realmente queremos acabar con la miseria, debemos demostrar también que defendemos la dignidad humana; y no será posible tampoco defenderla sin poner fin a la miseria.

Me pregunto si tienen ahora más confianza de la que tenían hace diez años en que una organización intergubernamental sea realmente capaz de cumplir esta tarea. Me temo que la repuesta será negativa, y que los primeros pasos del Consejo de Derechos Humanos, que hemos luchado tanto por establecer, no hayan sido muy alentadores. Sugiero por eso que esta mañana tratemos de pensar juntos qué es lo que realmente se necesita.

En primer lugar, debemos dar verdadero significado al principio de la “responsabilidad de proteger”.

Como ustedes saben, en la Cumbre Mundial celebrada el año pasado se aprobó formalmente esa doctrina trascendental, que significa, básicamente, que el respeto de la soberanía nacional ya no puede utilizarse como excusa para la inacción ante el genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, un año más tarde, a juzgar por lo que está ocurriendo en Darfur, nuestra actuación no ha mejorado mucho desde los desastres de Bosnia y de Rwanda. Sesenta años después de la liberación de los campos de exterminio nazis y 30 años después de los de Camboya, las palabras “nunca más” son palabras vanas.

La tragedia de Darfur dura ya más de tres años, y seguimos recibiendo informes de la destrucción de centenares de aldeas y del tratamiento brutal de civiles incluso en países vecinos. ¿Cómo puede una comunidad internacional que dice que respeta los derechos humanos permitir que continúe este horror?

Son muchos los culpables. La culpa puede repartirse entre los que valoran conceptos abstractos de soberanía más que las vidas de seres humanos; los que, por un reflejo de solidaridad, se ponen de parte de los gobiernos y no de los pueblos; y los que temen que las medidas para poner fin a las matanzas pongan en peligro sus intereses comerciales.

La verdad es que ninguno de estos argumentos llega a ser siquiera una excusa, y mucho menos una justificación, de la vergonzosa pasividad de la mayoría de los gobiernos. No hemos logrado aún movilizar el sentido de urgencia colectivo que requiere esta cuestión.

Algunos gobiernos han tratado de obtener apoyo en la parte sur del mundo caricaturizando la responsabilidad de proteger como una conspiración de las potencias imperialistas para retomar la soberanía que han ganado con su esfuerzo los antiguos pueblos coloniales. Esto es totalmente falso.

Tenemos que esforzarnos más. Tenemos que establecer la responsabilidad de proteger como norma internacional poderosa que no solamente se cita sino que se pone en práctica dondequiera y en todo momento.

Por sobre todo, no debemos esperar a que haya realmente un genocidio para actuar, porque entonces suele ser ya demasiado tarde para tomar medidas efectivas. Hace dos años anuncié un plan de acción para la prevención del genocidio y nombré un Asesor Especial para que me ayudara a aplicarlo. Aunque su labor ha sido extremadamente valiosa, aún queda mucho más por hacer. Espero que mi sucesor haga suya esta causa y que obtenga para ello el apoyo de los Estados Miembros.

En segundo lugar, debemos poner fin a la impunidad.

Hemos hecho progresos en cuanto a hacer responsables a algunas personas de los crímenes más graves cometidos en el mundo. El establecimiento de la Corte Internacional de Justicia, la labor de los tribunales de las Naciones Unidas para Yugoslavia y para Rwanda, los tribunales híbridos de Sierra Leona y de Camboya, y las distintas comisiones de expertos y de investigación han proclamado la voluntad de la comunidad internacional de que esos crímenes no queden sin castigo.

Y sin embargo, siguen sin castigo. Mladic y Karadzic, y los dirigentes del Ejército de Resistencia del Señor, para nombrar solamente unos pocos, siguen en libertad. Si no se lleva ante la justicia a esos criminales de guerra, no será posible disuadir a otros que podrían querer emularlos.

Algunos dicen que a veces es necesario sacrificar la justicia en aras de la paz. Lo dudo mucho. Hemos visto en Sierra Leona y en los Balcanes que, por el contrario, la justicia es un componente fundamental de la paz. Lo cierto es que la justicia ha sostenido muchas veces una paz duradera al restar legitimidad y forzar a la clandestinidad a las personas que plantean los peligros más graves para la paz. Por esta razón, no debe haber nunca amnistía para el genocidio, los crímenes de lesa humanidad y las violaciones masivas de los derechos humanos internacionales, porque ello no haría más que alentar a los asesinos de masas de hoy y a los posibles asesinos de masas de mañana a continuar su execrable conducta.

En tercer lugar, necesitamos una estrategia antiterrorista que no se limite a defender en teoría los derechos humanos, y que en cambio se base en esos derechos.

Todos los Estados convinieron el año pasado en que “el terrorismo en todas sus formas y manifestaciones, independientemente de quién lo cometa y de dónde y con qué propósito” es “una de las amenazas más graves para la paz y la seguridad internacionales”. Tenían razón. El terrorismo es en sí mismo una violación de los derechos humanos más básicos, empezando por el derecho a la vida.

Pero los Estados no pueden cumplir esa obligación si ellos mismos violan los derechos humanos. No podrían entonces erigirse en defensores de esos derechos y caerían en cambio en la trampa de actuar de la misma manera que los terroristas. Por esa razón, no puede haber cárceles secretas en nuestra lucha contra el terrorismo, y todos los sitios en que hay terroristas detenidos deben estar abiertos a la inspección del Comité Internacional de la Cruz Roja. Los principales promotores de los derechos humanos debilitan su propia influencia cuando no respetan ellos mismos sus principios.

Debemos luchar contra el terrorismo de conformidad con las normas del derecho internacional, de las que prohíben la tortura y el trato inhumano y de las que dan a todos los detenidos contra su voluntad el derecho a ser debidamente enjuiciados ante un tribunal. Cuado adoptamos la política de hacer excepciones a esas normas o de excusar su infracción, por pequeña que sea, corremos un gravísimo peligro, porque no es posible detenerse a mitad de camino. Las normas deben respetarse en su integridad.

En cuarto lugar, no podemos conformarnos con nobles declaraciones de principio. Debemos esforzarnos por hacer que los derechos humanos sean una realidad en cada país.

Por supuesto, la protección y la promoción de los derechos humanos es en primer lugar y por sobre todo responsabilidad de cada nación. Todos los Estados Miembros de las Naciones Unidas pueden basarse en su propia historia para elaborar sus propias formas de proteger derechos que son universales. Pero muchos Estados necesitan ayuda para hacerlo, y las Naciones Unidas tiene que desempeñar a este respecto un papel fundamental.

En los últimos diez años, las Naciones Unidas han ampliado rápidamente su capacidad operacional para el mantenimiento de la paz, el desarrollo y la ayuda humanitaria. Ahora es preciso que nuestra capacidad de proteger y promover los derechos humanos se ponga al mismo nivel.

Los dirigentes de todo el mundo reconocieron esto el año pasado en la Cumbre. Acordaron duplicar el presupuesto de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en los próximos cinco años, y como resultado, la Oficina se está ampliando rápidamente. Está ayudando a los Estados a fortalecer su capacidad prestándoles asistencia técnica cuando la necesitan y señalando las situaciones urgentes a la atención de la comunidad internacional. En algunos países, como Colombia y Nepal, sus misiones de vigilancia contribuyen de manera importante a la solución de los conflictos.

Pero la capacidad de la Oficina está muy lejos de satisfacer las necesidades existentes. Espero que la calidad de su labor impulse a los Estados Miembros a autorizar más aumentos en los próximos años.

Mientras tanto, debemos hacer realidad la promesa del Consejo de Derechos Humanos, que es evidente que no ha justificado hasta el momento todas las esperanzas que muchos hemos puesto en él.

Es sin duda alentador que el Consejo haya decidido ahora celebrar extraordinario sobre Darfur la semana próxima. Tengo todavía la esperanza de que encuentre una forma efectiva de hacer frente a esta cuestión candente.

Sin embargo, me preocupa su concentración desproporcionada en las violaciones cometidas por Israel. No se trata, de ninguna manera, de eximir de culpa a Israel. Pero el Consejo debe prestar la misma atención a las violaciones graves cometidas por otros Estados.

Me preocupan también los esfuerzos de algunos miembros del Consejo por debilitar o eliminar el sistema de procedimientos especiales, a saber, los mecanismos independientes para comunicar violaciones de tipos especiales o en determinados países.

Los procedimientos especiales son el elemento más significativo del sistema. Junto con la Alta Comisionada y los funcionarios a su cargo proporcionan los conocimientos especializados y los criterios esenciales para la protección efectiva de los derechos humanos. Nunca deben politizarse ni someterse al control gubernamental.

En cambio, es preciso ampliar el programa del Consejo para reflejar las infracciones reales que se cometen en todas partes del mundo. Esto significa que los exámenes periódicos de la situación de los derechos humanos en todos los países, que el Consejo establecerá en el curso del año próximo, deben ir más allá de la labor que ya llevan a cabo los órganos creados en virtud de tratados.

Evidentemente, el examen universal no puede sustituir el examen de las situaciones específicas de los países. Muchos países seguirán necesitando asistencia técnica o mecanismos de vigilancia in situ, o ambas cosas, y algunos seguirán mereciendo nuestra condena. Las violaciones de los derechos humanos no se cometen en abstracto; las cometen personas reales contra víctimas reales en países específicos.

El mundo necesita un órgano intergubernamental que defienda los derechos humanos, y un órgano intergubernamental eficaz. Esto sólo podrá lograrse mediante una participación más amplia al más alto nivel. Todos los Estados que creen verdaderamente en los derechos humanos, en todas partes del mundo, deben trabajar juntos para trascender sus intereses estrechos y hacer que el Consejo de Derechos Humanos esté a la altura de su promesa. Esta es una oportunidad histórica, y la historia no será benévola con nosotros si no la aprovechamos.

La verdad es que no basta simplemente con sostener los principios correctos y decir lo que pensamos que se debe hacer. Tenemos que preguntarnos también quién va a asegurarse de que se haga. A quién podremos recurrir para obtener apoyo y quién insistirá en que se cumplan esos principios.

En primer lugar, confío en que África tome la iniciativa.

Los numerosos conflictos de África están casi invariablemente acompañados por violaciones masivas de los derechos humanos. Si África no defiende con todo su empeño la inviolabilidad de los derechos humanos, su lucha por la seguridad y el desarrollo no tendrá éxito.

Como dije cuando me dirigí por primera vez a los Jefes de Estado africanos en Harare en 1997, cuando los derechos humanos se consideran una imposición del mundo occidental industrializado, o un lujo de los países ricos para el que África no está lista, se atenta contra la dignidad humana a que aspira todo africano. Los derechos humanos son también, por definición, derechos africanos. La primera prioridad de los gobiernos africanos debe ser garantizar que los africanos disfruten de esos derechos.

Los héroes sudafricanos como Nelson Mandela y Desmond Tutu, han mostrado el camino. La Unión Africana ha sido la pionera entre las organizaciones internacionales en lo que respecta a la responsabilidad de proteger al proclamar en su Acta Constitutiva el derecho de la Unión de intervenir en un Estado miembro en el caso de circunstancias graves, como crímenes de guerra, el genocidio y los crímenes de lesa humanidad. La Unión ha tratado también, con más empeño que nadie, de actuar en Darfur sobre la base de esta doctrina y de llevar a la justicia al ex dictador del Chad. Hissène Habré.

Aunque esto es alentador, aún queda mucho por hacer. En la práctica, muchos países africanos se resisten todavía a asumir la responsabilidad de proteger. Hay muchos, incluso entre los más democráticos, que no están todavía dispuestos a desempeñar el papel que les corresponde en el Consejo de Derechos Humanos pronunciándose imparcialmente contra todos los abusos. Esos gobiernos pueden y deben hacer más.

En segundo lugar, confío en el poder cada vez mayor de las mujeres, y esto significa que debemos dar prioridad a los derechos de las mujeres.

La igualdad de derechos entre hombres y mujeres prometida en la Carta de las Naciones Unidas hace 61 años dista todavía mucho de ser realidad. Las Naciones Unidas pueden y deben asumir una función más importante en la defensa y la promoción de la mujer y para hacerlo será preciso fortalecer su participación en el sistema de las Naciones Unidas. Insto firmemente a los Estados Miembros a que ésta sea para ellos una prioridad real.

En tercer lugar, confío en la sociedad civil, es decir en todos ustedes.

Necesitamos personas dedicadas y defensores dinámicos de los derechos humanos que se aseguren de que los gobiernos cumplan sus responsabilidades. El desempeño de los Estados debe juzgarse sobre la base de sus compromisos y los Estados deben ser responsables ante su propio pueblo y ante sus homólogos en la comunidad internacional. Debemos agradecer por eso la explosión de organizaciones no gubernamentales defensoras de los derechos humanos que han surgido en los últimos años. Se calcula que hay actualmente 26.000 en todo el mundo, especializadas en cuestiones que van del tráfico a la tortura, del VIH/SIDA a los derechos de los niños y de los migrantes.

La comunidad es el colaborador esencial de las Naciones Unidas y de sus Estados Miembros en la lucha por los derechos humanos. Sin la información que ustedes obtienen, los órganos creados en virtud de tratados serían impotentes. Si ustedes no los ponen de relieve, los abusos pasarán desapercibidos. A cambio de esto, nosotros debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para protegerles del acoso, la intimidación y las represalias, de manera que puedan ustedes llevar a cabo su tarea vital.

Queridos amigos:

Durante todo mi mandato, mi principal preocupación ha sido hacer de las Naciones Unidas una organización al servicio de las personas y que traten a todos como personas, es decir, como seres humanos individuales y no como abstracciones o meros componentes de un Estado.

Soy consciente, por supuesto, de que las personas no existen en el vacío. El hombre es un animal político y social, y los hombres y mujeres individuales definen su identidad por su pertenencia a grupos. Por esa razón, los derechos humanos deben incluir siempre el derecho a la expresión colectiva, que es especialmente importante para las minorías.

Pero no es posible reducir la identidad de una persona a su pertenencia a un grupo, ya sea éste étnico, nacional, religioso o de cualquier otra clase. Cada uno de nosotros se define por una combinación única de características que constituyen nuestra personalidad, y son los derechos de esa persona individual los que deben preservarse y respetarse.

La tarea de asegurar que sea así constituye el elemento central de la misión de las Naciones Unidas, y de todas las tareas que tenemos ante nosotros, esta es la que menos se puede dejar, sin consecuencias negativas, en manos de los gobiernos, o de una organización puramente intergubernamental. En esta tarea, más que en ninguna otra, las Naciones Unidas necesitan espíritus libres como ustedes para llenar el vacío de liderazgo y asegurar que los dirigentes de todo el mundo y las Naciones Unidas asuman la responsabilidad que les corresponde.

Así pues, no estoy utilizando simplemente frases hechas cuando les digo, queridos amigos, que dejo en manos de ustedes la labor futura de las Naciones Unidas en el campo de los derechos humanos.

Muchas gracias

 

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