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Observaciones formuladas durante el servicio conmemorativo en
honor de los colegas que resultaron muertos en el ataque con
bomba contra la Misión de las Naciones Unidas en Bagdad

( Nueva York, 19 de septiembre de 2003)


Queridos amigos:

Permítanme empezar dando las gracias a las familias y los amigos que han viajado para estar hoy aquí con nosotros, y rogando por quienes no han podido estar presentes. Esposas, esposos, madres, padres, hijas, hijos, hermanos, hermanas y todos los que han perdido a las personas que querían: nuestros corazones están con todos ustedes.

Probablemente la mayoría esté de acuerdo conmigo si digo que el pasado mes ha sido uno de los más largos y negros de nuestras vidas.

Hoy compartimos un sentimiento de conmoción y pena por la pérdida de las personas que amábamos y nos reunimos para acercar a sus familias a nuestra familia de las Naciones Unidas. Rogamos por quienes resultaron heridos en esta tragedia, por su vigor y su recuperación. Rogamos por quienes han sobrevivido, pero han de sufrir un trauma que el resto de nosotros no puede imaginar.

Nos reunimos para expresar juntos lo que no puede soportarse solo.

Incluso para los que entre nosotros tienen experiencia de situaciones de muerte y sufrimientos humanos en gran escala, esta tragedia es diferente, porque es la nuestra.

Cuando conocimos los nombres de quienes habíamos perdido el 19 de agosto de 2003, la propia naturaleza de la pérdida resultó inesperada y profundamente personal.

Muchos de nosotros conocíamos íntimamente a una o más de las personas que murieron. Pero incluso si no era nuestro caso, conocíamos a alguien para quien sí lo era. Sentíamos como si los conociéramos a todos.

Esta razón es por la que, un mes después, sentimos que la expresión “familia de las Naciones Unidas” ha adquirido un significado más profundo.

Y si alguien necesita un ejemplo de lo mejor y más brillante de nuestra familia de las Naciones Unidas, de lo más comprometido y valeroso, basta con que piense en los hombres y las mujeres que perecieron en el Hotel Canal.

Muchos de ellos estaban en el ápice de sus carreras. Otros acababan de iniciarlas, y aún habían de dejar su impronta, cuando se presentaron voluntarios para el destino en el Iraq. Todos ellos estaban en la flor de la vida. Todos dejan un enorme vacío.

Esas personas constituyen un elenco de héroes que sería la envidia de cualquier nación.

No cabe en mente humana que yo pueda hablar en nombre de quienes compartieron sus vidas. Esa historia no escrita sólo puede conocerse por el amor de la familia, los amigos y los colegas más cercanos. Es la historia más elocuente de todas.

Yo sólo puedo hablar como alguien que participa en la ola de dolor, afecto y respeto que su desaparición ha generado. En ese sentido, permítanme que trate de hablarles hoy a cada uno de ellos.

– En primer lugar, a los miembros de nuestro personal local —Raid, Leen, Ihssan, Emaad y Basim— les digo: no sólo tenían ustedes una importancia incalculable para nuestra labor en el Iraq y eran miembros muy queridos de nuestro equipo de las Naciones Unidas en el país, sino que constituían un enlace humano de un valor inapreciable entre nosotros y el pueblo iraquí. Muchos de ustedes habían trabajado durante muchos años para las Naciones Unidas en circunstancias difíciles, incluso en momentos en que no pudimos mantener una presencia internacional en el Iraq. Nunca podremos corresponder a su valor.

– A nuestros colegas internacionales, me dirigiré a ellos uno por uno:

Reham, tan joven, pero que ya había hecho tanto. No habría tenido límites lo que podría haber conseguido en su vida. Usted eligió trabajar para las Naciones Unidas porque deseaba hacer algo en favor de los demás. Fue al Iraq a aportar una contribución a las vidas de sus hermanos y hermanas árabes. Tanto para ellos como para nosotros es una pérdida que se le negara a usted la posibilidad de hacerlo.

Ranilo, persona tranquila, diligente, considerada y dispuesta a trabajar todas las horas del mundo. Se mostró generoso con todos los que le rodeaban. Y también fue un hijo y hermano dedicado a su familia. Nunca permitió que la distancia de su hogar o los años pasados fuera se interpusieran entre él y las personas que quería.

Rick, arabista apasionado, le movía a usted un compromiso igualmente apasionado para con la paz, la justicia y los derechos humanos. Asombraba a los demás por su brillantez y sus conocimientos, pero también hizo amigos para toda la vida gracias a una bondad y una sabiduría superiores a la que cabía esperar a su edad. Dedicó la mayor parte de su carrera —y la mayoría de las horas de vigilia de muchos días de su vida— a buscar los medios de ayudar a la población del Oriente Medio y el mundo árabe. Y ahora ha perdido su vida estando en una misión que tanto quería. Su pueblo ha perdido un defensor especialmente dotado; todos nosotros hemos perdido a un amigo muy querido.

Reza, en su dedicación a la labor de mejorar la difícil situación de los refugiados, usted nunca evadió los desafíos o las misiones difíciles. Tampoco dejó nunca de ganarse el cariño de las personas debido a su cordialidad, a su buen humor y a lo buen cocinero que era. Tenía un corazón tan grande como su sonrisa —ya de por sí muy grande.

Jean-Selim, adonde sea que usted fuera, iniciaba una guerra personal contra la indiferencia utilizando un arma poderosa: la determinación de traducir sus ideas en acción, de hallar medios prácticos de ayudar a los demás. Verdadero ciudadano del mundo, usted era una muestra viviente de lo que significa proceder de una familia de las Naciones Unidas. Lloramos su muerte con su esposa, Laura, que también es nuestra colega. Pensamos en nuestras oraciones en su hijito Mattia-Selim.

Christopher, vigorizaba nuestra labor en favor de los niños dondequiera que fuera, desde Etiopía hasta Kosovo o el Iraq. Siendo todavía joven, usted era un abogado brillante del derecho de los jóvenes a la salud, la educación y un futuro mejor. Usted era una fuente constante de energía y apoyo para nuestro personal. Deja el mejor legado posible —un legado de esperanza en el corazón de los niños a los que sirvió.

Martha, combinaba usted unos ideales humanitarios profundamente arraigados con un realismo saludable. Siempre profesional, nunca pretensiosa, con buen ánimo y muy trabajadora, era la mejor colega que nadie puede desear en cualquier misión de las Naciones Unidas para luchar contra el hambre y la pobreza. Su capacidad de liderazgo contribuyó a forjar un espíritu de equipo en las circunstancias más difíciles todo lo hacía bien porque creía firmemente en ello.

Fiona, su talento la llevó de su Escocia natal a los Balcanes, desde Nueva York hasta Bagdad. Durante ese viaje, siempre la guiaron su mente excepcionalmente clara, sus firmes principios y un instinto infalible para elegir el camino adecuado. Su seriedad no excluía un grado igual de cordialidad y solidaridad. Cuando la perdimos, sus espaldas ya sabían lo que era el peso de la responsabilidad. Siempre soportaron ese peso con firmeza, equilibrio y serenidad.

Nadia, su ingenio, desenfado y buen humor fueron un estímulo para nuestro ánimo. Su actitud nunca fue afectada; lo que la caracterizaba era la sinceridad. Usted indicó el camino, no perdiendo nunca los nervios, con confianza y humor. En más de 30 años al servicio de las Naciones Unidas, usted sirvió de inspiración a varias generaciones de mujeres —y hombres— jóvenes demostrando que no hay límites a lo que puede conseguir una persona con talento y valor. Nos sirvió de inspiración a todos, independientemente de la edad, demostrando que se puede ser una persona de principios sin pomposidad. Nadia, cuando nos exaltemos sin necesidad, recordaremos su voz cuando nos decía “contrólate”; y cuando sintamos la tentación de tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos, recordaremos la música de su risa.

– Por último, Sergio, querido amigo: desde que te perdimos, son incontables los homenajes tributados a tus capacidades, a tus logros y a tu inteligencia. Pero no olvidemos que ante todo eras un ser humano. Un ser humano excepcionalmente solidario, con un sentido excepcionalmente agudo del bien y el mal, movido por una necesidad excepcional de actuar para enmendar los entuertos de este mundo.

– Sergio, si siempre diste grandes muestras de confianza, es porque tuviste tanto en que confiar. ¿Por qué nunca parecías cansado, incluso después de jornadas de 18 horas de trabajo? ¿Por qué nunca parecías agotado, incluso después de vuelos de hasta 18 horas de duración? ¿Por qué no estabas nunca enfermo? ¿Por qué no estabas nunca de mal humor? Además, eras el único alto funcionario del sistema de las Naciones Unidas a quien todo el mundo conocía por el nombre de pila. Incluso para quienes no te conocían personalmente, siempre se referían a ti con el nombre de “Sergio”.

– Ahora que ya no estás con nosotros, querido amigo, debemos conformarnos con tu recuerdo y tu legado. Ambos son brillantes y siempre lo serán. Como tú, nunca se agotarán, desfallecerán o enturbiarán. Gracias, Sergio, por iluminar nuestras vidas.

Amigos:

Hoy también tributamos homenaje a los miembros de nuestra dedicada y amplia familia que no pertenecen a las Naciones Unidas —Saad, Omar y Khidir, todos iraquíes; a Manuel, que se esforzó en coordinar la labor de la Autoridad Provisional de la Coalición con la de los organismos de las Naciones Unidas; a Gillian, que trabajó incansablemente para proteger a los niños en crisis; a Arthur, que dedicó su vida a la defensa de los derechos de las personas desplazadas a la fuerza; y a Alya, que era una de nuestras traductoras más trabajadoras y con más experiencia en Bagdad.

Queridos amigos:

El trabajo de nuestros colegas de las Naciones Unidas en el Iraq se basó únicamente en el deseo de ayudar al pueblo iraquí a construir un futuro mejor.

Al perderlos, nuestra Organización también sufrió otra pérdida, de un tipo diferente: una pérdida de inocencia por parte de las Naciones Unidas.

Nosotros, que habíamos creído que nuestra misión de ayudar a los demás era la forma más segura de protección, nos sentimos ahora amenazados y en peligro.

Nosotros, que desde un principio hemos tratado de prestar asistencia a quienes han sido objeto de actos de violencia y destrucción, nos hemos convertido también en punto de mira.

Debido a ello, tendremos que adaptar la forma en que trabajamos a nuestro nuevo entorno. Tendremos que aprender a equilibrar nuestra misión en favor de otras personas con la necesidad de protegernos a nosotros mismos.

Pero nuestro compromiso —el compromiso asumido en nombre de “nosotros los pueblos”— nunca debe cambiar. Renovemos hoy ese compromiso en nombre de nuestros irreemplazables, inimitables e inolvidables amigos. Luchemos por cerrar estas heridas incurables, esforzándonos cada día para estar a la altura de ellos.

Les pido ahora a todos ustedes que se pongan en pie y guarden conmigo un minuto de silencio.

Muchas gracias.


Kofi A. Annan