¿Por qué el mundo ha cambiado en favor de las Naciones Unidas?
Artículo de opinión - Newsweek International, 4 de junio de 2007
Por Ban Ki-moon
Lo que yo experimento todas las mañanas puede ser lo mismo que experimentan ustedes. Tomamos los periódicos o prendemos el televisor —en Nueva York, Lagos o Yakarta— y leemos o escuchamos la información diaria sobre el sufrimiento humano en el Líbano, Darfur o Somalia. Por supuesto, como Secretario General de las Naciones Unidas, al menos estoy en posición de intentar hacer algo para remediar estas tragedias. Y lo hago, todos los días.
Cuanto entré en funciones hace casi cinco meses, lo hice sin ilusiones. Un distinguido predecesor observó muy bien que era “el trabajo más imposible del mundo”. Yo mismo he bromeado que soy más secretario que general porque, al fin y al cabo, el Secretario General no tiene poder si el Consejo de Seguridad no está unido. En el pasado, al igual que hoy, esta unidad ha sido muy difícil de alcanzar. A pesar de ello, continúo sintiéndome tan optimista como el día en que asumí este cargo.
Quizá esto sea difícil de entender dadas las dimensiones y el carácter inextricable de los muchos problemas que afrontamos, quizá sobre todo en el Oriente Medio. Las demandas son cada vez mayores en todos los frentes, desde el mantenimiento de la paz hasta la asistencia humanitaria y la salud, y hoy se pide a las Naciones Unidas que hagan más que nunca, a pesar de que los recursos para hacer estos trabajos disminuyen proporcionalmente. Por otra parte, consideremos algunas de las maneras en las que el mundo ha cambiado en los últimos años, en beneficio de las Naciones Unidas.
Por muchas razones distintas a la del Iraq, hoy se aprecian más el multilateralismo y la diplomacia para afrontar las crisis. Algunas cuestiones que requieren “un poder blando” —el ámbito natural de las Naciones Unidas— han pasado a un primer plano del programa mundial. Tan sólo el pasado año, por citar un ejemplo, se ha llegado a un consenso sobre el cambio climático y los peligros del calentamiento de la Tierra. Importantes personalidades desde Bill Gates hasta Tony Blair y Bono se han comprometido a ayudar a las Naciones Unidas a lograr los objetivos de desarrollo del Milenio, desde reducir la pobreza hasta detener la propagación del VIH/SIDA y el paludismo.
Quizá lo más alentador es que el público continúa apoyando mucho a las Naciones Unidas. Según una nueva encuesta de WorldPublicOpinion.org, una gran mayoría de personas (un 74%) creen que las Naciones Unidas deberían tener un mayor papel en el mundo, ya sea impidiendo actos de genocidio y defendiendo a naciones bajo ataque o investigando resueltamente los abusos de derechos humanos. Incluso en los Estados Unidos, donde la desilusión con las Naciones Unidas ha sido últimamente muy grande, tres de cada cuatro estadounidenses son partidarios de unas Naciones Unidas más fuertes, y casi otros tantos esperan que la política exterior de su nación se desarrolle en colaboración con las Naciones Unidas. Para las Naciones Unidas, todo eso también equivale a un cambio de clima. No diría que hemos llegado a un nuevo momento como el de San Francisco, pero quizá no estemos demasiado lejos, siempre que aprovechemos la oportunidad.
Nosotros, los coreanos, somos personas enérgicas. Por naturaleza, somos pacientes pero persistentes, resueltos a cumplir los objetivos que nos hemos fijado. Como muchos de mis compatriotas, creo en el poder de las relaciones. Durante años he llevado en mi billetero (junto con listas de estadísticas comerciales y económicas) un gastado pedazo de papel con caracteres chinos, cada uno sobre la edad y la etapa de la vida de una persona. A los 30 años, una persona está en la flor de la vida. A los 50 se dice que conoce su destino. A los 60 posee la sabiduría de saber escuchar.
Yo estoy en esta última etapa, que supone más que simplemente escuchar, a pesar de que escuchar es muy importante. Quizá podría hablarse mejor de discernimiento —ver una persona o situación en su totalidad, tanto lo bueno como lo malo, y poder establecer una comunicación y una buena relación de trabajo a pesar de los desacuerdos, por profundos que sean. Confío en que este será el distintivo de mi mandato como Secretario General. Creo en las conversaciones y en el diálogo antes que en la confrontación. A veces esta diplomacia será pública y otras entre bastidores, ya que así a menudo hay más posibilidades de éxito.
Hago hincapié en la palabra posibilidades. El éxito no suele ser algo predestinado. Lo que es importante es intentar obtenerlo, como hemos hecho en Darfur —una de mis mayores prioridades. He insistido mucho, en Washington y con otros colaboradores, a fin de conseguir más tiempo para negociar con el Presidente del Sudán, Omar al-Bashir, el despliegue de una fuerza internacional de mantenimiento de la paz, bajo los auspicios de la Unión Africana. De momento sólo se ha obtenido una victoria parcial —el Gobierno de Jartum ha decidido aceptar a 3.500 efectivos de las Naciones Unidas, un número muy inferior al de los 20.000 que se consideran necesarios. Sigo confiando en que la diplomacia decidida todavía pueda obtener resultados más satisfactorios. Sin embargo, van muriendo personas inocentes y está claro que el tiempo no es infinito.
Con el mismo espíritu he visitado el Oriente Medio en cuatro ocasiones en cuatro meses y me he reunido y hablado por teléfono varias veces con el Presidente de Siria, Bashar al-Assad, la última vez en Damasco. Mi objetivo es también entablar una relación que pueda ayudar a moderar los acontecimientos en el Líbano y, más adelante, a que Siria se reincorpore plenamente a la comunidad internacional. La diplomacia discreta no siempre funciona, como digo a veces. Pero puede funcionar, incluso en las circunstancias más tensas, como vimos no hace mucho cuando la crisis de los rehenes británicos con el Irán se resolvió entre bastidores.
La semana próxima, los países industrializados del Grupo de los Ocho se reunirán en Alemania para examinar, entre otras cosas, el cambio climático —una causa que me propongo hacer plenamente mía. Demasiado a menudo hablamos del calentamiento de la Tierra como si fuese una cuestión técnica. Hablamos del comercio de carbono, de máximos para las emisiones de gases y de nuevas tecnologías, desde la de automóviles de bajo consumo de combustible hasta la energía solar. No hay que decir que todas ellas son importantes.
No obstante, el aspecto del cambio climático en el que quiero insistir es un aspecto más humano. Tiene que ver con la desigualdad intrínseca del fenómeno. Aunque el calentamiento de la Tierra nos afecta a todos, nos afecta de manera diferente. Los países ricos tienen recursos y conocimientos para adaptarse. Quizá un día dejará de nevar en los pueblos suizos donde se practica el esquí, como me dice un colega que acaba de regresar de unas vacaciones en los Alpes —pero los valles suizos podrían convertirse en una “nueva Toscana”, llena de viñedos soleados. Las desventajas para África, ya asolada por la desertificación, o para los habitantes de las islas de Indonesia, que temen quedar sumergidos bajo las olas, son mucho más adversas.
Si hay un tema que unifique mi trabajo, o una visión, es esta dimensión humana —el valor definitivo del diálogo y de las relaciones diplomáticas entabladas con confianza pero también con lucidez, teniendo en cuenta cómo afectan las políticas mundiales —nuestras políticas— a las personas y a la vida diaria. Todas las mañanas podemos leer información sobre tragedias humanas en nuestros periódicos. Pero ¿con cuánta frecuencia escuchamos la voz de esas personas?, o ¿con cuánta decisión y determinación intentamos ayudar? Esto es lo que prometo hacer.
El Sr. Ban, ex Ministro de Relaciones Exteriores de la República de Corea, prestó juramento como octavo Secretario General de las Naciones Unidas el pasado mes de diciembre.
El autor es el Secretario General de las Naciones Unidas