El nuevo rostro del hambre en el mundo
Artículo de opinión - Washington Post, 12 de marzo de 2008
Por Ban Ki-moon
Los precios de los alimentos se han disparado. La amenaza del hambre y la malnutrición es cada vez mayor. Millones de personas, las más vulnerables, están en peligro. Se necesita una respuesta urgente y eficaz.
El primero de los objetivos de desarrollo del Milenio, fijados por los dirigentes mundiales en la cumbre celebrada en las Naciones Unidas en 2000, es el de reducir a la mitad para el año 2015 la proporción de personas que padecen hambre. Ya entonces éste era un reto de gran magnitud, sobre todo en África, donde muchos países se han quedado atrás. Pero ahora nos enfrentamos a una situación crítica en la que convergen nuevos desafíos.
El precio de los productos de primera necesidad, como el trigo, el maíz y el arroz, ha aumentado en un 50% o más en los últimos seis meses, hasta alcanzar cotas sin precedentes. Las existencias mundiales de alimentos se han reducido a mínimos históricos. Las causas son diversas, desde el aumento de la demanda en las principales economías como la India y China hasta el clima y los fenómenos meteorológicos extremos, como los huracanes, las inundaciones y las sequías que han devastado las cosechas en muchas partes del mundo. Los elevados precios del petróleo han hecho aumentar el costo del transporte de alimentos y de los fertilizantes. Algunos expertos dicen que a raíz del auge de los biocombustibles se ha reducido la cantidad de alimentos disponibles para los seres humanos.
Los efectos pueden verse en muchas partes. En diversos países, desde el África occidental hasta el Asia meridional, han estallado disturbios provocados por la escasez de alimentos. En países en que es necesario importar alimentos para dar de comer a poblaciones hambrientas, las comunidades están empezando a protestar por el elevado costo de la vida. La presión de la inseguridad alimentaria se está dejando sentir en democracias frágiles. Muchos gobiernos han prohibido oficialmente la exportación de determinados productos y han impuesto controles a los precios de los alimentos, que distorsionan los mercados y dificultan el comercio.
En enero, por citar sólo un ejemplo, el Presidente del Afganistán, Hamid Karzai, hizo un llamamiento en el que solicitaba 77 millones de dólares para ayudar a proporcionar alimentos a más de 2,5 millones de personas abocadas a una situación desesperada por el aumento de los precios. Y aprovechó la ocasión para señalar un hecho alarmante: actualmente, un hogar afgano de tipo medio gasta en alimentos cerca del 45% de sus ingresos, en comparación con el 11% en 2006.
Este es el nuevo rostro del hambre, que afecta cada vez más a comunidades que anteriormente estaban protegidas. Los más afectados son, inevitablemente, “los mil millones más pobres”, expresión que designa el conjunto de personas que viven con un dólar o menos de un dólar al día.
Cuando las personas son tan pobres y la inflación erosiona sus exiguos ingresos, en general optan por una de las dos opciones siguientes: compran menos alimentos o compran alimentos más baratos y menos nutritivos. El resultado final es el mismo: más hambre y menos probabilidades de un futuro saludable. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) está viendo cómo familias que anteriormente podían permitirse una dieta nutritiva y diversa y hacían tres comidas diarias, ahora consumen un solo producto de primera necesidad y se limitan a una o dos comidas diarias.
Los expertos creen que los precios de los alimentos no van a bajar. Aun así, disponemos de los instrumentos y la tecnología para vencer el hambre y alcanzar las metas enunciadas en los objetivos de desarrollo del Milenio. Sabemos lo que hay que hacer. Se necesitan voluntad política y recursos, asignados con eficacia y eficiencia.
En primer lugar, debemos subvenir a las necesidades humanitarias más urgentes. Este año, el Programa Mundial de Alimentos tiene previsto alimentar a 73 millones de personas en todo el mundo y de ellas hasta 3 millones de personas cada día en Darfur. Para ello, el PMA necesita una suma adicional de 500 millones de dólares simplemente para hacer frente al aumento de los costos de los alimentos. (Nota: el 80% de las compras del PMA se realizan en los países en desarrollo.).
En segundo lugar, debemos fortalecer los programas de las Naciones Unidas para ayudar a los países en desarrollo a combatir el hambre. Para ello es preciso prestar apoyo a programas que proporcionan protección social, ante la urgencia de la situación, mientras se buscan soluciones a más largo plazo. También es necesario desarrollar sistemas de alerta temprana para reducir los efectos de los desastres. La alimentación en las escuelas (a un costo de menos de 25 centavos diarios) puede ser un instrumento especialmente efectivo.
En tercer lugar, debemos hacer frente a las consecuencias cada vez mayores de los golpes a la agricultura local relacionados con la meteorología, así como a las consecuencias a largo plazo del cambio climático, por ejemplo, mediante la construcción de sistemas de defensa contra la sequía y las inundaciones que pueden ayudar a las comunidades afectadas por la inseguridad alimentaria a resistir y adaptarse.
Por último, tenemos que aumentar la producción agrícola y mejorar el funcionamiento de los mercados. Aproximadamente una tercera parte de las carestías de alimentos podría mitigarse en gran medida mejorando las redes locales de distribución agrícola y facilitando el acceso de los pequeños agricultores a los mercados. Mientras tanto, organismos como la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola están colaborando con la Unión Africana y otras entidades para promover una “revolución verde” en África mediante la introducción de conocimientos científicos y tecnologías vitales que ofrecen soluciones permanentes al problema del hambre.
Pero eso es para el futuro. Nuestro deber, aquí y ahora, es ayudar a las personas que padecen hambre en el mundo y que han sido golpeadas por el aumento de los precios de los alimentos. Para ello hay que comenzar por reconocer la urgencia de la crisis y actuar.
El autor es el Secretario General de las Naciones Unidas